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El hueso pensativo – Una crítica extraordinària


LA MEMORIA FÉRTIL

Si algo define al verdadero poeta es la capacidad sensible de transgredir la sintaxis para decir lo exacto, el talento para usar la lengua de manera transversal depurándola, estilizándola hasta hacerla permeable al alma. Pilar Plaza tiene esta cualidad. Esta extensa Antología abierta, recopilatoria de toda una trayectoria de silencioso quehacer poético lo demuestra. Porque a la poeta se le conocen únicamente otros dos poemarios muy anteriores: Para tus manos flojas (Elegía), de 1958 y A modo de disculpa, con el que en 1964 ganó el premio Rosa de Plata de Montcada i Reixac. Sin embargo El hueso pensativo compensa con creces estos años de mutismo, que no de inactividad poética, ya que se nos anuncia en él, y nos congratulamos por ello, la preparación de otros tres poemarios de próxima aparición.

Estructurado en trece libros –Umbral, Infancia a la intemperie, Penúltimos recuerdos, Páramos azules, La calle con sus gritos, Sólo queda un rumor, Una habitación lejana, Los ojos de entonces, Memoria a latigazos, El huésped embozado, Señas inhabitables, Abolición de los pretextos y El nombre necesario-, la antología es un ejercicio de memoria, un inventario de recuerdos con los que la voz poética recrea una vida, desde su infancia burgalesa hasta la actualidad. Y, sin embargo, es mucho más que eso en tanto que su lenguaje, universal, trasciende lo personal y nos remite a momentos clave de la existencia de todo ser humano. Desde la madurez lúcida de la fértil memoria que da la sensibilidad extrema, el sujeto poético evoca su infancia, secuestrada en la dura España de posguerra, en un ejercicio de asimilación y de cronista a un tiempo, a sabiendas de que la escritura tiene una función catártica: “Escribir es un estricto desahogo/que puedes permitirte en todos los lugares” (Umbral, III): “Escribo sobre un tiempo de piedra ciego y sordo/que ni besar se deja./Juega con mi memoria, dislocándola” (Umbral, I).

Pilar Plaza es maestra de la palabra precisa, aquella que nos lanza en un momento a aquel pasado jugando magistralmente con la connotación: “Sonríen, prietas las filas de los dientes,/atentas a acompasar el ritmo moderado/de las faldas plisadas,/para que cubran siempre sus rodillas…” (Infancia a la intemperie, VIII), o bien: “Fuimos niños jugando con seriedad a ser mayores/en las colas de las tiendas de ultramarinos sin surtido,/después de tanta hazaña” (Umbral, II). Evoca la efímera niñez, ya añorada en la precoz adolescencia, que la voz poética rememora en la distancia como un desdoblamiento del yo: “Ya estaba al borde de no ser yo,/crecía día a día y me era ajena./Otra mirada me recorría el cuerpo/desde el fondo moteado del espejo […]//Yo casi no era yo hacía mucho tiempo./Me preguntaba a veces si sería posible regresar/al paraíso de la taza de leche al acostarme/[…]/Mi yo volaba dinamitado por una extraña adolescente/a la que nunca pude comprender del todo,/aunque, con cierta obstinación,/sigue instalada en mi buhardilla” (Infancia a la intemperie, VI). O conjura con precisión los temores que suscitaba la escuela: Empieza el curso,/los caminos están intransitables por la saña.//La escuela sigue enhiesta/con todos los castigos al acecho./Pero cómo llegar, detrás de tanta res a la deriva,/trazando laberintos discontinuos entre la sal y el yermo.//Alguien nos culpará otra vez por el retraso, […].//Y siempre el gris al fondo extendiendo su aceite por el mapa”. (Infancia a la intemperie, VII). Y el ansia de libertad y transgresión en un intento de sobrevivir al ahogo de una educación torcida: “Sólo del cuarto oscuro del colegio guardo los mejores/recuerdos,/porque jamás lo alcanzaría un rayo/del ojo escrutador desde el triángulo,/y era posible pensar en todo lo prohibido”. (Infancia a la intemperie, X). Como contrapunto, algún tiempo breve, feliz y redentor: “Nos salvaron las manzanas robadas/y las puestas de sol, de espaldas/a las murallas grises y a los cuentos de viejas/que nunca consiguieron desalojarnos de la fiesta./Las dos, aquel verano, nos salvamos de la orfandad” (Páramos azules, Verano en Riofrío, I).

Con todo, Plaza sabe bien hasta qué punto la tierra en que crecemos impregna esencialmente nuestra savia, cuando pensando en su Castilla natal escribe: “Alza su sarmentosa mano y me detiene,/ intenta detenerme lejos del mar/de todas mis preferencias./Me confunde con su hierro hendido en mi costado,/que sangra todavía” (Páramos azules, Castilla) y prosigue en referencia a su Cataluña de adopción:”Tendida junto al mar, su mano abierta,/que nunca fue tu cuna original,/te cubre de innecesario encaje.//De pronto, como la ropa usada,/un cansancio en los huesos se ha instalado en mis horas./Aún brillan en mis ojos los paisajes de oro,/las trillas de mi infancia,/las estrellas fugaces del verano sobre un mar/donde cabecean las espigas/ y alguien creyó que me robaba un beso” (Páramos azules, Cambia la luz). Y la melancolía la invade cuando, de regreso a la casa familiar pasado el tiempo, cada objeto interpela a todos sus sentidos, cada detalle sugiere presencias ausentes: “Es la hora de los regresos,/abro de par en par todas las puertas/y las sombras desfilan con vértigo/y palpan con sus manos en la era dormida/la huella de hogueras memorables/y se detienen un instante para atender los ecos/y distinguirlos de las voces de los poetas muertos.//Desde el umbral las vigas amenazan/cuanto tuve en los brazos en días de puro júbilo./Ya no planea aquel aroma honrado en la cocina./Mido el tiempo con estos ojos heredados/que humedecieron las almohadas/de todas las estancias, mientras los niños/iban creciendo en mi memoria” (Sólo queda un rumor, La casa de Arsèguel).

La fina observación de Pilar Plaza la hace también permeable a la autocrítica y a la contemplación sensible de su entorno, su poesía adopta a veces un tono ácido, corrosivo con lo que le produce desazón: “Estás detrás de la ventana de un despacho de rejas/pintadas con alevosía,/mientras afuera baten sus alas los almendros/[…].//Y tú sigues sentada, con propiedad, ante el pupitre/que te legaron con todas las estaciones bajo llave,/y te preguntas cuántas tardes destrozarás aún/cumpliendo una tarea cada vez más perfecta,/que si vas a mirar, no importa a nadie” (La calle con sus gritos, Tarea noble), o como cuando, observando el juego de los niños, describe con acritud el comportamiento animal del ser humano, como destinado a este papel por maldición bíblica, el hacinamiento en los edificios urbanos y el negocio lucrativo de la construcción: “Juegan los niños en el cuarto contiguo,/las mismas voces, los mismos piterpanes./Parirás con dolor generaciones,/después, oh, qué animal más útil/has de seguir alimentando alguna zona verde/salvada a la especulación por poco tiempo,/para que en nuevos nichos adosados/se oigan las mismas voces, los mismos piterpanes” (Una habitación lejana, IV). Igualmente inflexible es la voz poética con lo que juzga corrupto o perverso socialmente: “Candela sólo pide unos kilos de arroz,/para que se los lleven en camiones al hambre/donde tantos esperan con sus picos abiertos,/donde tienen lugar los terremotos […]” (Una habitación ajena, VI). O cuando arremete contra el insensible periodismo sensacionalista: “Hay seres que se mueren en público/bajo el ojo incisivo de una cámara con la pupila seca./[…].//Pronto serán portada de una celebrada revista/que se hace llamar vida desvergonzadamente” (Abolición de los pretextos, Hay seres).

La poesía de Plaza se recrea en la reflexión sobre el tiempo hasta en los detalles aparentemente más banales, de los que sabe extraer sin embargo insospechada materia para la poesía; dedica poemas a los días de la semana –Domingo, Lunes-, a los meses –Octubre, Marcea-, y no rehúye el acercamiento a la vejez y a la muerte; las estaciones del año como metáfora de la vida le sirven para concluir: “Me quedo en el otoño con los ojos abiertos,/donde la lluvia acuna y resucita/lo mejor de nosotros.//Cerca nos sueñan los cipreses” (El huésped embozado, Tránsito), o bien cuando se contempla a sí misma en un cadáver: “Se suele rehusar la invitación, no, gracias,/prefiero recordarlo en vida…/Nadie dice: no, gracias, me horroriza/verme sin maquillaje en el espejo” (El huésped embozado, Última visita). Recorre los efectos deformadores del tiempo en lo físico, pero también en lo psicológico: “El tiempo oxida las conciencias,/mide pirámides y angelicales torres/que nunca debieron habitarse./[…]//Tendemos las manos para medir el aire/y nos ciega el resplandor de los anillos.//Hemos perdido la cuenta de todas las señales/en el intento de atesorar lo que no existe” (El huésped embozado, Planes secretos, III), o: “El tiempo es un misterio, nadie sabe/dónde tiene lugar la ceremonia que nos asigna/el frágil aposento de moléculas medidas con tanto celo./Sólo este instante sin memoria ni porvenir existe” (El huésped embozado, Octubre), y remata con sarcasmo su tiranía: “No importas a los días que se rigen por leyes/donde ningún humano tuvo parte./Ahí están, dueños de las palabras y de los actos,/haciéndose de noche con malicia/para que gastes energía o te tiendas a solas/a ensayar la muerte” (El huésped embozado, Memoria incierta).

El hueso pensativo, que no tiene desperdicio, hará los deleites de los amantes de la buena poesía, ellos tienen –tenemos- en Pilar Plaza un filón que esperamos haga aflorar pronto los poemarios que promete. La antología incluye prólogo de la también poeta Teresa Martín.

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